Y allí, en la oscuridad de aquel aparcamiento, se armó de valor, cogió la cara de ella entre sus manos, aquella cara dulce y suave que tantas veces había soñado acariciar, y la besó.
Al sentir el contacto de sus labios, miles de mariposas empezaron a revolotear por su estómago. Empezó a temblarle todo el cuerpo. ¡Dios, cuánto había echado de menos aquella sensación! Y sin embargo, cuanto le dolía….
Le dolía porque sabía que lo que estaba haciendo no era lo correcto, sabía que aquello iba a traer consecuencias desastrosas y, aún así, no hizo nada para evitar que aquello sucediera.
Había mantenido una lucha titánica consigo mismo durante todo el día, evitando la tentación de cogerla entre sus brazos, raptarla y escapar lejos, muy lejos.
Y lo había conseguido, había sido capaz de contenerse durante todo el día pero, en ese breve instante de la despedida, mientras miraba rodar una lágrima por la mejilla de ella, sus murallas se derrumbaron y decidió mandarlo todo al carajo. Quería besarla, sabía que ella también quería: lo que pasara después ya no le importaba.
El sabor de sus labios le hizo perder la poca cordura que le quedaba: eran tiernos y suaves, muy suaves, y tenían un sabor que le resultaba muy familiar: ¿caramelo? ¿chicle? ¿regaliz?...si, definitivamente era regaliz. A partir de ese momento, siempre que se comiera un regaliz, se acordaría de aquel día mágico, de aquellas horas que había compartido con ella, de aquel dulce beso de despedida…
Porque a fin de cuentas se trataba de eso, de un beso de despedida. Al día siguiente ella partiría lejos, a muchos kilómetros de distancia y sabía que nunca más volvería a tenerla así, como en ese instante.
Saboreó el momento, disfrutó de su calor, hasta que el ruido de un coche que pasaba a su lado le hizo volver a la realidad y entonces ella, con un simple “Jo” como despedida, se alejó sin ni siquiera mirar hacia atrás.
Y así se quedó él, mirando como ella se alejaba, notando como el frío invernal de la calle empezaba a hacerle tiritar y sabiendo que ese instante, ese dulce momento, siempre le pertenecería, que nada ni nadie podría arrebatarselo…que por un breve espacio en el tiempo, ella había sido suya, sólo suya.
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