"Érase una vez una historia, una historia de esas que tanto gustan a todo el mundo (aunque los más duros digan que son pamplinas o tonterías y los más racionales digan que esas cosas nunca pasan y siempre den una respuesta “lógica” a todo lo que sucede)
Nuestra historia no tuvo lugar hace mucho mucho tiempo, ni en un lugar muy muy lejano. No hubo hadas ni hechizos de por medio. Y no le sucedió a ninguna PRINCESA que encuentra a su PRÍNCIPE AZUL.
Pero lo que pasó entre nuestros protagonistas superaba todo tipo de cuentos y leyendas.
Ella tenía 33 años y, a pesar de su juventud, hacía dos años que había pasado a ocupar el despacho principal en el colegio en el que impartía clases desde hacía otros tantos años.
Era una mujer inteligente, con excelentes notas en sus estudios y educada, lo que le ayudó a conseguir dicho trabajo en aquel colegio, uno de los mejores de la ciudad. Además era una mujer muy guapa y atractiva.
Él tenía 17 años recién cumplidos. Era hijo de un empresario muy influyente en el país. Su padre le había mandado a ese colegio porque era uno de los mejores que había, aunque realmente sabía que estaba allí porque así no estorbaría en la ajetreada vida de su familia. Recibía todo lo que materialmente necesitaba, pero afectivamente siempre le faltó un beso de su madre o el abrazo de su padre.
No había dado mucho jaleo en los años que llevaba en el colegio, pero de hacía un tiempo a aquí había empezado a molestar a sus compañeros y los profesores no hacían más que castigarle y quejarse de que no cambiaba su comportamiento a pesar de dichos castigos.
Ella estaba desesperada, durante su corta carrera como directora se había enfrentado a alumnos rebeldes, pero siempre había logrado solucionar los problemas, bien hablando con los padres, bien con el alumno (si éste se dejaba aconsejar). Con él ya lo había intentado todo, o casi todo lo que había podido: psicólogos del colegio, reprimendas, castigos…había intentado hablar con su padre, tener una charla seria, pero siempre estaba ocupado, y no podía expulsarle ya que era uno de los mayores accionistas del colegio.
La gota que colmó el vaso fue un incidente que provocó su mal comportamiento y cuyo resultado fueron cuatro puntos en la cabeza de un compañero y el ultimátum de unos padres cabreados.
Decidió tomar cartas en el asunto y tuvo una larga charla con el muchacho: o cambiaba o se vería obligada a tomar medidas más graves. Durante la charla, el se mostró altivo y orgulloso, lo que le dio una idea como castigo: debería cumplir una hora diaria de servicios a sus compañeros, ya fuera mediante tutorías, ya fuera como acompañante de juegos.
Además le obligó a apuntarse al grupo de teatro del colegio del cual ella era la responsable. La obra que estaban preparando era “Romeo y Julieta”, drama del cual ella estaba algo cansada, pero que era la única obra que había logrado motivar a sus alumnos.
Al principio él siguió con su actitud chulesca y orgullosa, pero poco a poco ella notó un razonable cambio en él: acudía puntual a la clase, se metía en el papel y casi siempre conseguía sacar la escena a la primera. Después siempre era le ayudaba a recoger todo y fue, durante esos últimos minutos juntos donde empezó a tener charlas más maduras de lo que jamás pensó que pudiera tener aquel chiquillo de 17 años.
El curso iba pasando y ya sólo faltaban seis semanas hasta la representación final.
Ella se había empezado a poner nerviosa puesto que, con la llegada de la primavera, los alumnos se habían empezado a alborotar y le resultaba algo más agotador que todo estuviera en orden. Hacía media hora que el grupo de teatro se había ido y ella aún seguía colocando el decorado para el ensayo que habría mañana. Estaba subida a una escalera, intentado colocar una cortina cuando oyó una voz detrás de ella ofreciéndole su ayuda. Era él. En otro momento no se habría extrañado, pero debido a los nervios se asustó tanto que se tambaleó en la escalera y fue a terminar a los brazos de él, que había presentido su caída.
Con la respiración agitada aún, debido al susto e intentado poner en su sitio la camisa que se le había descolocado debido a la caída, le pidió disculpas. El las aceptó y cuando ella hubo terminado de tranquilizarse le miró a los ojos: entonces la chispa saltó.
No supo como pero, lo siguiente de lo que fue consciente fueron sus cuerpos sudorosos y entrelazados tras el decorado del escenario, la respiración agitada de él, su excitación creciente y el grito que no pudo reprimir una vez alcanzado el clímax.
Mientras conseguía, por segunda vez en el día que su respiración se relajase, intentó poner orden a sus pensamientos. Pero era incapaz, no sabía como había llegado allí, pero no fue la última vez. Aquel muchacho la había hecho sentir más mujer que cualquier otro hombre en toda su vida.
Sus encuentros sexuales empezaron a ser frecuentes y, a pesar del peligro que corría si alguien se enteraba de lo que sucedía, no podía evitar pensar a cada instante en cómo el muchacho era capaz de excitarla con sólo un susurro de sus labios, de cómo sus manos sabían qué acariciar en el momento exacto, de cómo su lengua sabía recorrer los rincones más erógenos de su cuerpo. Ansiaba el momento en el que sus besos fueran la única preocupación que tuviera, en la que sus manos tocaran el cuerpo que se escondía debajo de aquel uniforme colegial, en la que sus labios recorrieran cada milímetro de su piel…"
Cerró el libro por unos segundos. Necesitaba respirar aire fresco.
Cogió un cigarrillo, lo encendió y salió al balcón de su casa. El barullo de la calle hizo que volviera a la realidad. Le dio una calada al cigarrillo mientras en el parque de abajo una pareja de adolescentes se besaba como si fueran lo último que tuvieran en la vida.
- Angelitos,- pensó- no saben donde se meten.
Terminó de fumarse el cigarro y, tiritando de frío volvió a entrar en casa.
El silencio de su casa la agobiaba, pero en momentos como ese era su mejor aliado por lo que cerró la puerta y se dirigió al sitio más silencioso, la salita.
Mientras se dirigía por el pasillo a releer la novela que ella le había dedicado hacía algunos años, miró a través de la puerta que daba a su dormitorio. Al lado de la cama, la maleta que ella misma había preparado con esmero y cuidado. No aguantaría más sus tonterías.
En el suelo, al lado de la mesilla, vio una pelusa: si había algo que no soportaba era la suciedad, así que se tiró casi literalmente sobre la pelusa con tan mala suerte que se escurrió con la alfombra y terminó con el culo en el suelo.
Mientras se levantaba, con su “víctima” en la mano, se fijo en el marco de la mesilla. Ahí estaban ambas, sonriendo, hacía dos años, cuando todo parecía ir bien. ¡Qué ciega había estado!
Una lágrima hizo intención de aparecer en sus ojos, pero de repente se acordó de la decisión que había tomado y respiró profundo: ni una lágrima más, se había prometido. Se levantó, con la pelusa aún en la mano y con la otra cogió el marco. El libro la seguía esperando, pero antes hizo una parada en la cocina. Abrió el cubo de la basura y tras la pelusa tiró el marco mientras se repetía aquella frase que había escuchado en alguna película de cuyo nombre no se acordaba:
“Gracias por curarme de mi ridícula obsesión por el amor”
La tapa del cubo se cerró de golpe y ella fue tarareando, dispuesta a seguir con su silencio (agobiante o no, eso ya daba igual), con su lectura…con su vida.
Más y mejores historias en El Cuentacuentos